Reportajes Egoland :: El reality fragmentado

Egoland :: El reality fragmentado

La puesta en marcha de Egoland, el servidor privado de Rust operativo desde el 3 de enero, está demostrando la capacidad de influencia de los creadores de contenido alrededor de un videojuego. Pero el evento no solo expone y constata esa realidad -quizás, hasta no muy sorprendente para muchos-, sino que también sirve como claro ejemplo de las potenciales de nuestro entorno digital. Si observamos Egoland desde una perspectiva comunicativa, lo que nos encontramos va más allá del mero entretenimiento; hablamos de una suerte de reality virtual que se aleja de la televisión y de la producción audiovisual canónica para mezclar, de manera inconsciente, varias de las características de consumo y retransmisión de este siglo XXI.

El escritor y crítico literario Jorge Carrión defendía, en su artículo Ideas para renovar el periodismo cultural publicado en el New York Times, la necesidad de que los periodistas culturales “venzan la inercia del sistema” y estén abiertos a “todos los géneros y los lenguajes”, incluyendo las nuevas narrativas digitales. Y a eso vamos: a entender Egoland como una narrativa colectiva que bebe de nuestra cultura como consumidores y jugadores y es capaz de definir nuestra forma de aproximarnos al entretenimiento.

Egoland, el servidor privado de Rust, expone varias características de nuestra cultura y comunicación digitales: la fragmentación, la magnitud y la incorporación del usuario como eje central de la experiencia.

Estamos, pues, ante un producto basado en la retransmisión fragmentada. El relato que se fragua en Egoland es, irremediablemente, una historia dividida, por un lado, en las diferentes plataformas en las que se emite el contenido y, por otro, en los canales y perfiles de sus participantes. De hecho, seguir Egoland supone saltar de Youtube a Twitch y luego a Twitter, pero dándole todo el poder al espectador; como ocurre en Rayuela, la novela de Cortázar, es el usuario quien establece el orden de consumo de las historias. Es el usuario quien elige, en última instancia, si empezar por el vídeo de casi 8 horas -el máximo permitido en el servidor-, por el resumen editado para Youtube o por los clips en forma de tuits, como de igual manera dictamina a qué voz o voces acompañará en su recorrido por Rust, por su narrativa. Ejerce al mismo tiempo de co-realizador de la experiencia: escoge cámara, punto de vista y hasta el modo de juego -agresivo, pacífico, cantante al estilo de Elvisa- con el que se identifica. Con todas estas decisiones, el espectador es ya un actor interactivo capaz de influir él mismo en su propia perspectiva sobre los hechos del reality. 

La magnitud del acontecimiento digital, relacionado con la fragmentación de la narrativa, se convierte en otro de los cimientos de esta nueva forma de retransmisión en grupo. Para que el usuario obtenga el marco completo de lo que ocurre, en todas sus variantes y con todas sus microhistorias, tendría que ver cientos de horas de vídeo repartidos entre los más de 70 protagonistas. Y manteniendo, claro, un ritmo constante. La visión macro, inabarcable, obliga a tomar las mismas decisiones de las que hablábamos antes: elegir creadores de contenido, saltar de una plataforma a otra con naturalidad y estar atento a la actualidad del servidor. El mero hecho de que seamos capaces de hablar de “actualidad” ya dice mucho sobre la vitalidad y capacidad de producción de vídeos que hay dentro de Egoland. Ya encontramos, incluso, un canal para informar de lo que sucede en esta realidad virtual.

Todo lleva constantemente a la misma postura: asistimos al incremento de las potencialidades de la comunicación digital. Y es algo que no solo acontece en Egoland: toda iniciativa fundamentada en la colaboración de streamers construye explícitamente nuevas formas de narración, historias colectivas esparcidas en distintos perfiles. Un relato colectivo compuesto por todos esos directos extensos, marcado por la no-linealidad, un relato múltiple que ni siquiera tiene horarios de emisión y mucho menos de consumo. En cualquier momento del día, el creador de contenido salta, conecta el directo, emite y juega. Es la antítesis de la planificada parrilla televisiva.

LA COMUNIDAD EFÍMERA

El hecho de que el servidor privado esté formado por la mesma tipología de usuarios, los streamers, garantiza una circunstancia interesante: la simbiosis de mundos digitales. En cristiano, implica que distintos creadores desconocidos entre sí -igual que en el reality– puedan colaborar espontáneamente en el videojuego y en la creación de los vídeos. Pero la unión es más que individual, pues interconecta, a mayores, a sus públicos. Así, uno puede aproximarse con más certezas a los efectos que produce el reality digital de Egoland: más de un millón de espectadores simultáneos en Twitch viendo el comienzo de este y otros servidores. Se mueven las audiencias de un canal a otro, fluctúan, exploran y, sobre todo, construyen comunidades alrededor del servidor.

Iniciativas como el Torneo de Gladiadores del servidor tienen la capacidad de acumular a 700.000 espectadores entre las distintas plataformas y canales de los streamers.

El interés común sirve como elemento de cohesión de esta comunidad efímera, que perdura mientras perdure Egoland. Una comunidad, por cierto, que contribuye con sus propios clips y crea canales no oficiales de contenido, recopilaciones y clasificadores del material ajeno, de las reacciones y de los gags. Vídeos de los vídeos: mejores momentos, listas de enfados, raideos… Nada escapa de ese ecosistema social en constante intercambio orgánico e instantáneo de opiniones e informaciones. Pura contemporaneidad.

Hablamos de una iniciativa fundamentada en la diversión y en el entretenimiento de todos, esa es su incuestionable esencia, pero también delimita un camino hacia el análisis maduro y adulto de este tipo de encuentros digitales. Porque la radio y la televisión fueron hegemónicas compañías en los hogares españoles del siglo XX, pero la retransmisión en directo, participativa y con consumo en diferido está ganando un peso que va más allá del ocio. Un peso simbólico y cultural.

No podemos subestimar, desde el periodismo, las nuevas formas de comunicación en surgimiento, sobre todo cuando ofrecen un resultado que podría servir como punto de partida para imaginar nuevos usos y nuevos proyectos relacionados con la retransmisión fragmentada. Y ni mucho menos podemos infantilizarlas o reducirlas a un simple streaming.  Al contrario: para el caso que nos ocupa, asistimos a un evento comunitario que sirve para entender el mundo virtual en el que nos entretenemos y en el que, cada vez más, ya no solo estamos, sino que somos.

Pablo J. Rañales

Xornalista mugardés do 99. Doulle caña á literatura, ós videoxogos e, de vez en cando, tamén á política. Resisto cun blog persoal e falo no podcast Carretando.