Reportajes ¡Fuera poderes! :: La normalidad hecha obra

¡Fuera poderes! :: La normalidad hecha obra

La posibilidad de generar ficciones complejas, ajenas a la realidad, es un asunto que el videojuego ha asimilado por vía doble. Por un lado, el propio concepto de ficción asociado a la imaginación y la posterior creación. Por otro, la dicotomía entre lo real y lo virtual, la propia existencia de un videojuego y lo que en este ocurre, idea que se mueve entre el limbo de lo real —es innegable que hay un juego reproduciéndose— y lo irreal —lo narrado es una ficción con una influencia más que limitada fuera de la pantalla—.

El medio, desde sus inicios, se interesó de manera muy veloz en crear narraciones alejadas del realismo. Es decir, las primeras obras que vieron la luz distan mucho de intentar representar de manera veraz la sociedad del momento. Por supuesto, se llegará a ese punto, se ha llegado, pero por norma general, el medio siempre ha preferido orientar su experiencia y su relato hacia la ciencia ficción o lo fantástico. Así, hace más de cuarenta años, Space Invaders (1978) propone la tarea de salvar la humanidad de una invasión alienígena. También Donkey Kong (1982) flirtea con la idea poco realista de un gorila raptando a una dama.

Dentro de este pacto de ficción entre el creador y el jugador, al igual que en cualquier otra disciplina cultural, el videojuego ha gozado de un especial atractivo, aquel de permitir convertir al usuario en un héroe, de vivir como tal. Así como la literatura y el cine consideran al lector y al espectador agentes pasivos —no siempre, por supuesto, pues es bien conocida la figura del lector activo que autores como Cortazar han ido reclamando desde mediados del siglo XX—, que asisten al relato a través bien de su imaginación, bien de sus ojos, pero poco o nada pueden cambiar. Es cierto que se puede profundizar y discutir todo esto, pues en cualquier texto artístico (estético) cabe señalar la existencia de un autor real, que implica la presencia también de un hipotético lector, receptor este último de la creación artística. Además, es posible entender que el fin último de la literatura viene dado por el precepto clásico docere et delectare, es decir, enseñar y deleitar a un tercero.

En resumen: el videojuego aporta una interacción clara y directa, de manera general, en todas sus obras. Así, el jugador se convierte en el personaje que controla, sin importar su raza, su etnia, su pasado, su género o cualquier otro rasgo que queramos incluir. Ese personaje que habita la pantalla cumple unas órdenes que son enviadas a través de un mando, convirtiéndose en avatar del pensamiento y la acción del jugador, que puede llegar a sentir como propias algunas de estas acciones. En los últimos años, diversos análisis y críticas profesionales han priorizado el comentar con mayor énfasis los sentimientos que transmite la obra, frente a los tres o cuatro puntos tecnológicos de siempre —gráficos, duración, sonido…—, y es habitual encontrar enunciados del estilo: «nunca fue tan divertido ser Spider-Man» o «el balanceo se siente increíble, es una auténtica gozada recorrer Manhattan».

Spider-Man Miles Morales (2020) vuelve a meter al jugador en la piel del super héroe de Marvel.

Recuperando el hilo inicial, la idea expuesta en las líneas anteriores es simple: el videojuego casi siempre prefiere protagonistas con poderes. Es decir, no quiere un mundo excesivamente real, ni le interesa en exceso que la normalidad invada su mundo, a diferencia de otras disciplinas. En el medio digital se ha priorizado la creación de títulos de acción, conducción, plataformas, aventuras gráficas… y es más fácil que difícil crear una lista de personajes con claros poderes sobrenaturales. Al videojuego le gustan los superhéroes más que los héroes.

Hay excepciones, muchas. Los simuladores (Sims, FIFA, Gran Turismo, Cities: Skylines...) establecen paralelismos con la realidad como su estrategia de jugabilidad clave. Esto no significa que sean realistas, pues los Sims están a años luz de ser considerados realistas, pero si proponen un ejercicio lúdico en base a la normalidad conocida. Sabemos qué es una casa, sabemos cómo se relacionan las personas, sabemos decorar una casa (en parte), sabemos cómo convivir con una persona (también en parte).

No mientas, tú tienes poderes

Es posible que llegados a este punto deban ser establecidos ciertas normas contextuales, pues de realizar un recorrido por algunos de los grandes éxitos del medio, es posible reclamar el enunciado antes expuesto de que la gran mayoría de los personajes de los videojuegos cuentan con poderes. ¿Lara Croft? ¿Solid Snake? ¿Mario? ¿Ellie? La pregunta deriva en otra pregunta clave: ¿Qué consideramos tener poderes? ¿Hasta qué punto y qué línea roja es propuesta para asumir el paso de la normalidad a lo irreal?

En ese sentido, es más fácil empezar por lo evidente, y comprender y señalar los poderes más evidentes que concebimos. La magia (Final Fantasy IX, 2000), lo sobrenatural (Parasite Eve, 1998), las mutaciones (Marvel)… Es decir, lo que podría ser calificado, sin dudar ni un segundo, como ciencia ficción o fantasía. Y así conviene recordar las palabras de Arthur C. Clarke, al señalar que «cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia», como las nanomáquinas de Snake y sus enemigos (Metal Gear Solid 2: Sons of Liberty,2001).

Aunque en principio no tengan poderes, muchos de los protagonistas de Assassin’s Creed realizan acciones imposibles, entre las que se incluyen saltos al vacío de más de 50 metros.

El conflicto empezaría pronto, claro. Ni Batman ni Iron-Man poseen poderes, pero es más que evidente que en un videojuego su comportamiento es totalmente superheroico y compartido con el resto de personajes que sí los tienen. Para el jugador, la diferencia entre Batman y Spider-Man en la pantalla es inapreciable. No pertenecen al mundo real, desde luego, ni existe ningún hombre o mujer similar en el mundo conocido.

Por otro lado, ocurre lo que en el cine se ha vuelto más que un clásico. Los héroes de acción no tienen poderes, pero son dioses en potencia. John McClane (Die Hard, 1988) es un tanque que nada puede con él. Tiene puntería, las balas no le dan, no se desangra, sobrevive a acciones imposibles, caídas elevadas… O tiene súper protección o súper suerte. O ambas. Este concepto de personaje está más que ligado al videojuego, con personajes como los ya mentados Joel o Lara Croft. Es más, desde Metal Gear Solid: Snake Eater (2004) ha ido ganando fuerza esa tendencia de menús con dosis de supervivencia, de curaciones concretas, de necesidad de alimento o de envenenamiento. El caso de Tomb Raider (2013) es ejemplar, al buscar una humanización a través de la vulnerabilidad de su protagonista. Puede ser herida, puede sangrar y puede morir de una manera más… ¿realista?

Más allá de esta serie de apreciaciones, cabe señalar la limitación más llamativa que el medio posee, integrada en su propio ADN etimológico, que es aquella idea básica e inmutable de divertir, de ser jugado. La mayoría de los personajes que no tienen poderes pero que podríamos interpretar como tal con la lupa del realismo, se justifican por su propia narración interna. Es decir, está hecho así para que te diviertas jugando y no le des más vueltas. Nathan Drake es un semidios porque si cae con una bala, como jugador, la frustración y el enfado harían su aparición de manera implacable. Y aunque se hayan intentado sustituir las barras de vida por pantallas cada vez más oscuras, con menos saturación de colores, o con algún efecto de viñeta; el concepto es el mismo: existe un aguante no humano para que podamos disfrutar sin demasiados riesgos.

Nueva normalidad

¿Qué queda entonces? En realidad queda mucho, por suerte. La normalidad, que tiene mucho que ver con el realismo en el videojuego existe, y ello no produce una desescalada en el interés del usuario, o una mala valoración. Todo lo contrario. Lo cierto es que a lo largo de los últimos tiempos, con la escena independiente o underground por bandera, el realismo social ha sido representado de mil maneras en el videojuego, a través de personajes que son normales en el más estricto sentido de la palabra: no son héroes —aunque algunos pueden serlo—, ni villanos, ni nada. Ni de derechas ni de izquierdas, persona (lo siento, la broma se hacía sola).

Así, si en las franquicias Call of Duty o Battlefield encontramos soldados que difieren de la realidad, en This War of Mine (2014) hallamos civiles absolutamente humanos, sin trascendencia histórica, sin rasgos heróicos. La humanidad representada en la miseria, la normalidad absoluta. Del mismo modo, Papers, Please (2013) nos invita a ser un inspector de aduanas en el ficticio estado comunista de Arstotzka. Un papel de normalidad del que se pueden extraer multitud de referencias, tropos y aprendizajes.

Es interesante también como la ciencia ficción, aunque puede aplicarse en un territorio concreto en el que consigue que los protagonistas adquieran habilidades o defensas superiores (Prey, 2017), también puede ser escenario para recordar que el futuro no nos hará inmortales. En Alien Isolation (2014), Amanda Ripley puede morir con solo encontrarse al xenomorfo en un pasillo, sin posibilidad de lucha, ni nada similar. Es decir, tenemos naves, tenemos tecnología, pero la humanidad sigue siendo terriblemente frágil, sobre todo en un entorno tan hostil e impredecible como lo es el espacio.

Aunque se sitúa en un futuro con avanzada tecnología, esta no puede proteger a Amanda Ripley de una muerte segura en Alien Isolation.

Es posible señalar que en muchos de los ejemplos citados, más señalado en el último, la normalidad también adquiere en el medio digital cierto punto de fragilidad o vulnerabilidad. En muchos títulos donde el protagonista no tiene poderes, esto significa caer a la primera que algo malo suceda o nos atrape, como Limbo (2010). Es una forma sencilla y directa de transmitir humanidad, de replicar la idea de que el personaje no posee una característica especial que lo salve, por lo tanto es similar al jugador a nivel físico.

Más allá de las licencias que se toma The Last of Us Parte II (2020), Abby si establece de manera gráfica un vínculo entre su potencia física y su aspecto, lo que permite entender —o justificar a nivel narrativo— ciertas acciones que realizamos a través de ella. Las justas y necesarias, pues no deja de ser un mero detalle; Abbie sigue soportando —en los niveles más bajos de dificultad— sufrimientos y acciones que no se corresponden con el aguante de una persona normal.

Lo interesante de lo normal

Sea como fuere, ante la idea de no seguir acumulando ejemplos varios, la normalidad representada en el videojuego permite mostrar un mundo ajeno a los grandes hitos. No todas las historias deben acabar luchando con algún dios ni con la salvación del planeta. Si algo enseñan obras como El Jarama (1955) de Ferlosio es ese tratamiento absurdamente literario de lo cotidiano, de una tragedia sin trascendencia más allá de para unos pocos. El videojuego, que suele preferir la épica, ha aprendido que las pequeñas historias también cuentan, y mucho. Quizás por eso uno sienta cierto alivio al comprobar y vivir relatos como Interview with the Whisperer (2020) donde una periodista viaja a Galicia para conocer al inventor de una radio con la que escucha a Dios.

La normalidad tiene su aquel, porque al fin y al cabo es un elemento con el que vivimos día a día y en el que avanzamos cómodos y expectantes. Aunque haya elementos fantásticos, aunque haya acciones originales, un protagonista con un tratamiento puramente humano aporta una visión con la que es fácil conectar y sentir, pues entendemos su motivación de fragilidad e incluso su interés por buscar algo más que lo de siempre.

Es cierto. Lo especial está sobrevalorado. Quién quiere poderes pudiendo no tenerlos; a fin de cuentas, cuando todo el mundo los tiene, lo raro sería no tenerlos, convirtiendo el ‘no poder’ en un súper poder.

Carlos Pereiro

Creador de Morcego. Escribo cousas, falo de cousas e encántame escoitar cousas.