Metro Exodus y la familia que elegimos

La aventura de la saga Metro comenzó ya hace unos años atrás, y supuso un verdadero golpe de atención frente a una gran cantidad de shooters genéricos y sin alma que tanto pulularon en la generación de PlayStation 3 y Xbox 360. El primer título de la saga, publicado en 2010, cautivó a jugadores y críticos, y su secuela, Metro: Last Light (2013), siguió recogiendo una buena valoración. En parte por su trama, que profundizó en la temática paranormal con aquellos extraños seres llamados Oscuros.
Sorprendentemente, la última entrega, Metro Exodus (2019), optó por un inesperado enfoque de mundo abierto, dejando atrás los angustiosos paseos del metro moscovita y sus pinceladas de temática paranormal. Una elección que no gustó a todos, y que se reflejó en una acogida más bien fría por la parte del público (en parte también por la polémica exclusividad con la tienda de Epic a los pocos días de la salida oficial del juego).
Pero dejando polémicas a un lado, una parte muy importante de la saga de 4A Games son los personajes. A través de estas tres historias iremos conociendo a una gran variedad de supervivientes y facciones que luchan y malviven como pueden en la Moscú postapocalíptica. Pero será solo en esta última entrega donde se le dé verdadera importancia a los lazos afectivos que formemos. Metro Exodus explica muy bien como es la formación de la familia que elegimos
Éxodo familiar
Sin sumergirnos demasiado en la historia principal, evitando los temidos destripes narrativos, al comienzo del juego deberemos escapar del metro de Moscú en un tren, llamado Aurora. A lo largo de esta peregrinación en busca de un hogar seguro, pasaremos por diversos ambientes y localizaciones, que dan forma a diversos mapas con pequeños mundos abiertos que explorar. Siempre que abandonemos un lugar y cojamos todo lo necesario para continuar el viaje, el Aurora se convertirá en nuestra casa. El viaje del punto A al punto B ya no será solo una pantalla de carga —que, por cierto, en Metro Exodus duran una eternidad—. El desplazamiento es, por fin, tangible y visible. Podemos recorrer todo el tren, fumar en la parte delantera, tomar una copa con los soldados, poner a punto nuestro equipo o hablar con nuestra pareja Anna. Todo mientras vemos pasar el paisaje detrás de las ventanas del tren.
Es aquí donde Metro Exodus esconde una forma muy interesante de establecer las relaciones con los personajes que iremos conociendo durante el trayecto. En la primera zona donde pararemos, en el río Volga, rescataremos a una mujer joven y su hija, que decidirán unirse a la tripulación. Esta niña hablará con nosotros y comentará que echa de menos un pequeño oso de peluche que perdió en una zona concreta del río. Después de esto, una pequeña interrogación aparecerá en nuestro mapa, pero no existirá nunca un marcador de misión opcional ni una recompensa esperable. Nunca será recordado a qué se debe esta interrogación, y si no prestamos atención, se puede olvidar fácilmente la petición de la niña. Si queremos ir a buscar al oso o no, depende completamente de nuestra intención encarnando a Artyom, el protagonista del juego. No es un paseo, los recursos son limitados y realizar esta petición supone un movimiento cargado de riesgo y sin una motivación clara.
No voy a mentir, no pude resistirme a hacer caso a aquella aterrorizada niña y fui a buscar al condenado oso. Tras un peligroso tiroteo contra mutantes y bandidos, con su respectivo gasto de recursos, la única forma que encontró el juego de recompensarme fue la niña gritando «¡Gracias, tito Artyom!», mientras echaba a correr hacia su madre.
Protegiendo lo que importa
De la misma forma que hace Red Dead Redemption 2 (2019), las relaciones con nuestros compañeros de viaje determinan el rumbo de la historia. Pero Metro Exodus lo hace de forma más audaz, sin indicadores de moralidad que nos indiquen si somos buenos o no. En el juego de género western creábamos estos lazos afectivos en las misiones y principalmente en los asentamientos. En Metro Exodus, el Aurora pasará a ser nuestro lugar seguro y siempre podremos acudir a él. Este tren será nuestro asentamiento, y decidiremos si queremos escuchar y pasar tiempo con la gente, o , por el contrario, cumplir con la misión de turno. Si nos acercamos a un compañero, en la mayoría de los casos, comenzarán a hablar con nosotros. Pero no se tratan de diálogos claramente encriptados, obvios y repetitivos. Hablan con nosotros de forma orgánica, sobre la situación, de lo que acaba de suceder, nos piden favores —como la cría con el oso o el compañero Stepan, que busca una guitarra—. El juego da, de forma muy inteligente, un trasfondo vital a cada personaje. Desde nuestra pareja Anna —que conocimos en anteriores entregas— hasta nuestro conductor Yermak, todos esconden vivencias determinan su modo de hablar y su evolución con Artyom.
Parece que está estableciéndose una nueva forma de relacionarse con los personajes en el mundo del videojuego. Ya no se necesitan diálogos absurdos y misiones secundarias donde importa más el premio que la historia que nos quieren contar. Se está creando una nueva sensibilidad que intenta encontrar y creer en la empatía del jugador, en la capacidad que tiene la persona con el mando de conectar con los píxeles en la pantalla. Cuando no existen marcadores brillantes y contadores que llenar, toda relación se vuelve más real. Ayudamos a los personajes porque queremos, porque nos sentimos bien, porque queremos ser buenas personas… o al contrario. Dejar al jugador con una libertad de acción resulta mucho más liberador que un mapa enorme con marcadores a alcanzar. Nuestras acciones ya no tienen una recompensa en objetos o puntos de experiencia. La recompensa está en la relación creada, y, por lo tanto, le añadimos valor. ¿Que si merece la pena? Yo no dudaría ni un momento en volver a por aquel peluche de nuevo.