Reportajes Jugar la nada; oda a la aventura sin destino

Jugar la nada; oda a la aventura sin destino

Hay dos clases de experiencias únicas en Shadow of the Colossus: los épicos enfrentamientos contra los colosos y los largos paseos explorando el territorio prohibido en silencio. Etéreos, antitéticos, ambos momentos suponen un claro contraste respecto al otro, y construyen una epopeya rica y ambivalente que un servidor tuvo la suerte de presenciar recién comenzada la cuarentena, allá por -qué lejano parece ya- abril de 2020.  

Para sorpresa de nadie, el juego me encantó. Y lo hizo, más allá de por su increíble conjunción de habilidades técnicas y narrativas, porque me permitió hacer, dadas las circunstancias, algo imposible: regocijarme en la nada. Mis paseos nocturnos con Wander y Agro fueron, en mi pantalla y en mi mente, los paseos que no pude realizar fuera. Caminatas virtuales con el único y claro objetivo de despejar la cabeza. De olvidar, por un instante, el exterior. 

Todo el arte y la cultura son en el fondo una evasión. Pero este ejemplo particular me hizo pensar en que los videojuegos, como medio en que interpretamos como en ningún otro, son los mejores lugares para dejarse llevar. Para “ser”. Y en cómo hay títulos en los que, haya historia con guion o no, las posibilidades de hacer lo que queramos -en este caso, nada- nos permiten evadirnos, interpretar el papel de meros observadores o peregrinos, o hacer algo tan sencillo y gratificante como andar, sin que ello suponga aburrido o exasperante. Al contrario; que el acto de partir sin destino se transforme en el elemento nuclear de la experiencia. 

A veces solo necesitamos una llanura y el viento para disfrutar en un videojuego

Yo solía ser un aventurero como tú…

Skyrim, además de ser el título multiplataforma por excelencia -pronto en sus smartphones y cocinas domóticas-, es uno de esos juegos a los que siempre apetece volver. Las gélidas tierras norteñas albergan un sinfín de sorpresas y eventos que conforman un mundo vivo y maravilloso que nunca terminamos de descubrir. Todos conocemos hasta el hartazgo la campaña principal o grupos como los Compañeros o La Hermandad Oscura, pero, para mí, las mejores partidas que he jugado (y creedme, he iniciado muchas) han sido aquellas en las que no tenía objetivo fijo. En las que simplemente desplegaba el mapa para decir “quiero ir aquí”. E iba. El sistema de eventos aleatorios y la predisposición de lugares y personajes siempre hacía el resto. 

Podía ser que te cruzaras con un grupo de bandidos, con un cazarrecompensas que fuera a por ti, con un barco de contrabandistas congelado en una cueva o, como recuerdo con cariño, con un orco que quería morir en combate a manos de un rival digno. Aventuras, en cualquier caso, de consumo lento y reposado, casi hedonista, sin las prisas que la historia principal imprime en el jugador. Y que parecen mandar un mensaje: lánzate al viaje con una canción en el corazón y una espada en la mano, que el mundo y los paisajes harán el resto. 

Ese mismo espíritu sobrevuela por otras tierras del Norte, ya sea en la Lordran de Dark Souls, obra en la que perderse parece el quid de la cuestión, o en la cosmogonía nórdica de God of War (2018), que a sus altas dosis de acción suma, con sabiduría, todo un universo explorable interesante y lleno de cosas que apetece hacer. Lección que Naughty Dog también pareció aprender para convertir su Madagascar de Uncharted 4: El Desenlace del Ladrón en un nivel sandbox perfectamente medido y ajustado en el que todo segundo pasa más rápido de lo que debiera. 

Como veloz pasa el tiempo pateando las calles de Florencia o los tejados de Venecia en el sempiterno verano de la Italia renacentista de Assassin’s Creed II. Del que es justo competidor, en cuanto a ansias de exploración, el mar Caribe de la cuarta entrega de la franquicia, Black Flag; que les den a los asesinos, yo quiero ser pirata. 

Esto entronca con otro de los elementos indispensables para toda buena obra en la que optemos por la expedición: el movimiento. Andar, correr y galopar está bien, pero es vital encontrar métodos de transporte que sean divertidos y emocionantes. Al fin y al cabo, si el viaje va a ser nuestro único fin, qué menos que el medio sea agradable. 

 

Al infinito, y más allá

Las últimas adaptaciones del cómic de superhéroes al medio han sido inteligentes al ofrecernos medios de transporte ágiles y propositivos. Si la Gotham de Batman: Arkham Knight se hizo tan disfrutable fue gracias, en parte, a lo divertido que resultaba moverse con nuestro personaje. Utilizar la capa para tirarse en picado de un edificio, tirar el gancho para agarrarse a una cornisa y saltar acelerando hacia la noche otra vez con la lluvia golpeando el rostro de Bruce Wayne eran sensaciones de altas pulsaciones. Que quedaban empequeñecidas, todo sea dicho, en cuanto nos subíamos al batmovil, ese coche-tanque tan pasado de revoluciones y tan grato de conducir por las venas de la ciudad sin más motivación que gastar rueda. La versión gótica y con esteroides de Need for Speed.

 

¿Nos dio Peter Parker el mejor método de transporte de la generación?

Por no hablar, ya que mencionamos sistemas de transporte reconfortantes, del de Marvel’s Spiderman. Balancearse con las redes por los rascacielos y las calles de Nueva York resultó la mejor manera de explorar la gran recreación que se nos ofreció de la Gran Manzana, así como de descubrir todos los easter eggs y referencias al mundo del cómic que escondía. O para hacernos un selfie en las alturas, el sueño de todo influencer -como Spidey- moderno. 

La Normandy de la trilogía Mass Effect es otro de mis ejemplos predilectos. Apenas la controlamos, pero es el verdadero centro de operaciones del juego, y termina convirtiéndose en una nave icónica a la que le cogemos mucho cariño, por llevarnos a los cientos de planetas y misiones y por ser el hogar de nuestros personajes. Un universo, el de la saga de BioWare, vasto e inmenso, en el que explorar un mundo perdido puede ser tan divertido como callejear por las ciudades principales de los grandes superplanetas, tan repletas de sorpresas. Y viceversa. 

Estas y otras historias son, en definitiva, la reivindicación del vacío y el silencio, del jugar por jugar, del no tener objetivos, como ejes neurálgicos del videojuego. Como creadores de microhistorias personales e insustituibles que nos hacen sumergirnos más y más en un mundo que amamos con fervor aunque a veces lo único que queremos que nos ofrezca sea, precisamente, eso: nada.

Jorge Riveiro

Xornalista en proceso. Penso, logo escribo. Spoiler: a maioría de veces sáeme mal.