Opinión PlayStation 1, Tombi 2 y el peso de la nostalgia

PlayStation 1, Tombi 2 y el peso de la nostalgia

Hace semanas que vendimos nuestra PlayStation 4 a una tienda de segunda mano. Yo ya no la utilizaba desde que di el salto a PC hace unos años y mi primo pequeño, que se la había quedado en propiedad, decidió seguir el mismo camino y necesitaba fondos para completar la operación. Llevamos la videoconsola y nuestra colección de juegos triple A y deportivos al local comercial de la empresa en Santiago de Compostela y, por algo menos de 200 euros en total, nos despedimos de ellos.

Mientras terminábamos con el papeleo propio de la transacción, me puse a pasear por la tienda, que no dejaba de ser un museo en miniatura de la historia reciente de los videojuegos. Junto a las Nintendo Switch y otras consolas recientes estaban expuestas a la venta algunas máquinas de tiempos pretéritos como la Super Nintendo o la Dreamcast, que incluso a mí me pillan ya muy lejos.

Con tanto estímulo, la nostalgia era inevitable y acabé yendo vitrina por vitrina consultando el catálogo, precio y estado de cada uno de los productos de aquella feliz etapa en la que no tenía que preocuparme por la declaración de la renta y otras tareas de la vida adulta. Pokémon, Spyro, Fifa, Golden Sun o Crash Bandicoot. El resumido imaginario de mi infancia cabía en unos muebles de dos metros de alto por cincuenta centímetros de ancho. Como era de esperar, aun con la revalorización propia del paso de los años, su precio no era muy elevado y por entre cinco y quince euros se podía comprar la mayoría de estos juegos.

Hasta que me encontré con un cartucho rojo fosforescente de Pokémon Rubí que se vendía por cerca de cuarenta euros. ¿Uno de los juegos más populares de una de las consolas portátiles más populares a precio de los estrenos actuales? Algo tenía que estar mal. Entiendo que existe mucha demanda en el mercado retro de determinados títulos, pero la oferta debería -pensaba en mi cabeza- ser suficiente para abastecerla, teniendo en cuenta las ventas de esta serie. Además, a día de hoy, abundan las opciones legales para acceder a este tipo de títulos mediante consolas virtuales, retrocompatibilidad o ediciones remasterizadas. Con unos precios y unas políticas un tanto abusivas, eso sí, pero ese ya es otro tema.

Con todo, no podía estar más lejos de la realidad, como pude comprobar, ya de vuelta en casa, cuando entré a investigar en foros y páginas web de segunda mano acerca de estos mercados. Mi interés no era solo informativo, sino que también tenía un cierto afán lucrativo, teniendo en cuenta que conservo -o eso creía- la práctica totalidad de los juegos de PlayStation 1, PlayStation 2, GameCube y Game Boy Advance que he tenido, así como las propias consolas, en un estado aceptable. Una vez más, los resultados me sorprenedieron: el coleccionismo y la nostalgia estaban totalmente explotados y, en un mundo hasta aquel entonces ajeno, los juegos de segunda mano cobraban una segunda vida décadas después de su lanzamiento. La mayoría de títulos se movían en precios razonzables teniendo en cuenta que, con el paso del tiempo, son complicados de obtener en buen estado; pero otros alcanzaban cifras casi obscenas.

Ese era el caso de uno de mis juegos predilectos de PlayStation 1: Tombi 2 contra los cerdiablos. Las aventuras de un chaval de pelo rosa a medio camino entre Son Goku, Tarzán y un trapero cualquiera que, en su segundo título, tenía que volver a salvar el mundo de los cerdiablos, una especie de cerdos alados con tendencia a hacer el mal. Lo cierto es que se trataba de un buen título de plataformas en 2,5D, con la progresión marcada por las habilidades y armas que se iban desbloqueando conforme avanzaba la aventura y que fomentaba volver a visitar escenarios ya completados para descubrir secretos, nuevas recompensas y objetos clave para continuar. Lo que hoy en día conocemos como metroidvania, término no tan popularizado a finales de los años 90. Contaba con un nivel de dificultad moderado teniendo en cuenta el público al que estaba dirigido y recuerdo que tuve que crecer hasta que conseguí completarlo. El combate, eso sí, era uno de los aspectos más flojos del juegos; ya que la mayoría de jefes y enemigos se eliminaban saltando sobre ellos para que Tombi pudiese morderlos y, acto seguido, lanzarlos para estamparlos contra alguna superficie.

Como su nombre indica, Tombi 2 era una secuela que compartía con su predecesor personajes, escenarios e incluso enemigos, aunque con una calidad gráfica muy mejorada. No llegué a pasarme este primer Tombi, pero sí recuerdo jugarlo en una demo incluida en aquellos ya extintos CD de las revistas de videojuegos con varias versiones de prueba de los estrenos del momento. Los dos fueron juegos bastante populares en su época y resulta extraño lo difícil que es acceder a ellos por métodos legales hoy en día. Durante una época se podían comprar en la PS Store para PlayStation 3 y PS Vita por un módico precio, aunque solo la versión americana del juego: es decir, en inglés y formato NTSC, a diferencia del europeo PAL. A día de hoy, ni eso.

Todo esto tuvo su impacto en el mercado de segunda mano y provocó que su valor se disparara de forma que, para cuando yo comencé a documentarme sobre este tema pensando en vender alguno de mis videojuegos antiguos, las copias originales de Tombi 2 con caja y manual se vendiesen, cada una de ellas, por encima de los 300 y 400 euros en páginas como Ebay. Había un tesoro en casa de los abuelos y no era consciente durante todo estos años. En ese momento empecé a sentirme mal por lo que estaba dispuesto a hacer: rebuscar en los cajones de la casa vieja, encontrar los juegos de mi infancia y deshacerme de ellos por un interés materialista. Todo por la pasta. Comencé a sentir el intangible peso de la nostalgia sobre mis hombros.

Con todo, lo primero era encontrarlos y ver en qué estado estaban, sabiendo que muchos ya se habían rayado con el uso o se habían roto los embalajes originales. El siguiente fin de semana pasé, como siempre, por la casa de los abuelos y, después de una hora en la que abrí decenas de cajones y vacié cientos de cajas, di con la antigua PlayStation 1, cascada después de tanto tute, y con el surtido de juegos presuntamente violentos que mi padre había guardado en un estante lo suficientemente alto para estar fuera del alcance del Javi de seis años. Cabe aclarar en este momento que mi colección de videojuegos era mayoritariamente pirata, ya que apenas podían comprarme uno o dos juegos originales cada año. El resto, junto con el famoso “chip” para poder leer juegos piratas, me los había facilitado un compañero de trabajo de mi padre. Nunca llegué a probar estos juegos de adultos porque tardé más en dar con su escondite que en dar el salto a la GameCube y la PlayStation 2 y olvidarme de la videoconsola vieja. Esperaba que en ese montón de copias no originales hubiese algún clásico como Metal Gear Solid o Final Fantasy VII, por el hecho de especular cómo habrían influido en mi de haberlos jugado siendo niño, pero no fue el caso. Lo más notable fue encontrar Silent Hill estampado con rotulador en letras rojas sobre un disco totalmente blanco.

Mientras tanto, los juegos originales, y gran parte del resto, seguían sin aparecer. Tocó subir al desván y, entre montañas de polvo y telarañas, remover baldas y estantes hasta encontrar, entre un sinfín de VHS de Disney, varias docenas de juegos y cajas rotas. Ni rastro de Tombi 2, Crash Team Racing Crash Bandicoot 3: Warped, algunos de los más singulares y cotizados de los que poseía copia original. Sí estaban la GameCube, la Game Boy Advance y la PlayStation2, junto con algunos clásicos bien cuidados como Pokémon Colosseum Fifa Street 2.

Desanimado por no dar con la joya de la corona que era ese Tombi 2, decidí centrarme en el premio de consolación: una caja y cartucho originales en azul brillante de Pokémon Zafiro regalo de comunión y primer juego de la saga que tuve en propiedad. En el mercado de segunda mano su valor estimado anda por encima de los cincuenta euros, así que, aunque no pudiese pagar un mes de alquiler como prometía hacer el Tombi, podía ayudar a financiar algún que otro capricho. No obstante, tampoco se dignó a aparecer.

Como una especie de broma del destino, todos los juegos de mi infancia que se habían revalorizado con el tiempo huían de mi alcance. Un poco decepcionado y harto de poner la casa patas arriba decidí posponer su búsqueda y le dediqué un tiempo a reflexionar sobre si debería o no venderlos en caso de que apareciesen. Es evidente que, para mi, todos esos discos y cartuchos tienen un valor sentimental por lo trascendentes que fueron en mi infancia, pero le niego esa importancia al objeto físico. Del mismo modo que me hace sentir ruin atreverme a desprenderme de ellos por un cantidad poco menos que simbólica, también pienso que nunca me preocupé por ellos en todos estos años en los que quedaron abandonados en un cajón acumulando polvo, aun con lo que significaban.

No les di valor hasta que supe que lo tenían. De todas formas, su importancia no pasa por adornar estanterías, sino por la época que para mí evocan. Son para mí fragmentos de memoria disociados de cualquier forma material. Celebro que haya quien si los valore como objetos. Yo mismo guardo cientos de entradas a conciertos y partidos de fútbol y a veces me sorprende comprobar que ni siquiera recuerdo todos los eventos en los que he estado. Pero, en el caso de los videojuegos, veo hipócrita por mi parte preocuparme ahora por ellos después de casi dos décadas de ostracismo. Si hay alguien dispuesto a pagarlos y cuidar de su verdadero valor, pienso que es justo ofrecérselo, más todavía si los dos salimos beneficiados. Eso sí, aunque la decisión esté tomada, primero tienen que aparecer.